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Maluco
Maluco
Maluco. La novela de los descubridores de Napoleón Baccino Una invención literaria de la historia. A Carmen Virginia Carrillo Roberto Ferro Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible. Jorge Luis Borges El título, Maluco. La novela de los descubridores, anuncia el texto que viene con la inminencia de un pliegue en suspenso y con el juego de espejos de la alusión que difiere, hacia una diversidad de puntos de fuga, toda certeza de verdad definitiva. El pliegue tensa un cierto número de motivos; ante todo, en los significados del término Maluco se intersectan dos campos semánticos, que el relato expone explícitamente: )Y qué es el Maluco? (...)Que es la especiería o el destino de la flota, nos parece demasiado obvio e insuficiente. (...) -)Sabías que en portugués significa loco? -)No creéis que esa palabra tiene un sonido extraño, como mágico?1 Luego, la mención de “novela” remite, por una parte, a la literatura a través de un gesto de inclusión genérico y, por otra, al psicoanálisis en relación con el concepto de “novela familiar” que designa el modo en que un sujeto modifica sus vínculos genealógicos, inventándose con un relato o un fantasma una familia que no es la suya. Asimismo, la inscripción de “novela” en el título menciona una textualidad narrativa, que podría ser autorreferencial o aludir diagonalmente al corpus de textos que se agrupan bajo la denominación de Crónicas de Indias, esto último está íntimamente ligado a “descubridores” operando sobre escrituras que vacilan entre la historia y la literatura. La mención de “descubridores” también atrae a la escena de lectura la polémica entre los diversos modos de interpretación de la llegada de los españoles a América. La idea del descubrimiento niega la condición de hombres para los habitantes primitivos de estas tierras y, por consiguiente, les niega la posibilidad de ser sujetos de su historia. La mirada de los descubridores es la exhibición desaforada del poder que a partir de su descubrir, otorga existencia a eso “otro” que aparece ante sus ojos y que empieza a pertenecer a la civilización en el momento en que es visto. El título, Maluco. La novela de los descubridores, no asigna al texto un aviso, un anticipo condensado del orden temático, sino que asegura su suspenso, en el borde, en el primer contorno, es decir en el movimiento inicial de encuadramiento. La tensión del pliegue imprime en la inscripción sus trayectos, sus desenvolvimientos entre ambivalencias cuya deriva es la cifra de lo indecidible; la lectura queda instalada en un entre. El título es el protocolo de una cartografía de lectura en la que cada movimiento de interpretación queda atravesado entre límites que oponen fuerzas en pugna. El lector navega entre la literatura y la historia, entre el sentido que se configura en el entramado interminable de citas y el sentido como correspondencia de una marca referencial directa en el discurso, entre la locura y la razón, entre la palabra del bufón y la escucha del rey; entre unos y otros el juego de espejos de la alusión posterga la seguridad de alcanzar la verdad en última instancia, lo que no implica que lo narrado sea definitivamente falso, errado, ilusorio, o tan sólo imaginativo. En la novela de Napoleón Baccino, el dispositivo narrativo sobre el que se tiende el cruce entre los bordes que asedian el recorrido interpretativo exhibe los procedimientos a partir de los cuales se va constituyendo. Su funcionamiento está sustentado en la proliferación del desplazamiento que no resuelve las oposiciones en términos de disyunción exclusiva -esto u otro pero no ambos a la vez- sino que suspende la alternativa, la difiere transformándola, contaminándola tanto con el mutuo rechazo como con los pasajes elípticos de un extremo a otro. La crónica del primer viaje en torno al globo se desplaza del relato de viajes al género epistolar; a su vez, la epístola de Juanillo se desplaza del tratamiento retórico aceptado, dado que no cumple con los requisitos obligados para dirigirse al rey; por el contrario, la carta de Juan Ginés de Sepúlveda en el final de la novela, revela el contraste poniendo en evidencia el registro informal e irrespetuoso de la primera; hay desplazamiento de la temporalidad, de la linealidad del relato, en la confusión que el narrador trama del presente y del pasado; hay desplazamiento de la autoridad del discurso histórico como vocero de lo que ha sucedido, cuyo rasgo distintivo está en la saturación de la brecha entre literalidad y referencia, hacia lo no-dicho, lo expresamente silenciado, que funciona como encadenamiento ciego del relato; hay desplazamiento de la figura del héroe clásico hacia el truhán y el converso, atributos propios de los des-plazados, los marginados; hay desplazamiento del campo semántico del descubrir (des-cubrir), despojarse, desnudarse, revelar lo interior, los recuerdos hacia su contracara, el encubrimiento producido por el discurso del poder; hay desplazamiento desde la planificación racional de una empresa de navegación con un objetivo comercial, hacia el excéntrico y desorbitado territorio de la locura. Juanillo Ponce de León escribe una carta a Carlos V, en la que dice haber sido el bufón de la flota que en agosto de 1519 partió de Sevilla al mando del navegante portugués Hernando de Magallanes, que tres años después y tras innumerables peripecias, entre ellas la muerte de su comandante, llegó a España luego de dar la primera vuelta al mundo2. La escribe tras un prolongado lapso, en 1558, con el objeto de reclamar una pensión de la que ha sido privado y para poner en conocimiento del rey de los muchos prodigios y privaciones por las que atravesaron los viajeros. La huella de la lectura de la carta de Juanillo se manifiesta en la respuesta que hace al rey Juan Ginés de Sepúlveda, que revela la orden real de constatar la verdad del relato. Pero es una huella que marca la ausencia de la voz de Carlos V, tan poderosa dentro de la economía de la novela, que no desaparece sin antes dejar su rastro indeleble. La elisión tiene mayor relevancia porque la carta de Sepúlveda está datada el 21 de setiembre de 1558, fecha de la muerte del rey, por lo tanto, no habrá posibilidad alguna de atenuar esa ausencia. En la palabra de Juanillo emerge un vasto tejido de remisiones intertextuales; en primer lugar, a las Crónicas de Indias, en particular con La primera vuelta al mundo de Antonio Pigafetta, cronista del viaje y uno de los 18 sobrevivientes de la expedición, y con Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería, textos con los que establece diálogo para descalificarlos3: Y si el relato puntual y verdadero de nuestras miserias relato que en todo falseó vuestro cronista Pedro Mártyr de Anglería para mayor Gloria de Su Alteza Imperial, así como de las muchas cosas que aquel sagaz caballero vicentino don Antonio de Pigafetta calló y enmendó por la misma razón... Cada uno de estos dos textos implica una serie de cuestiones relacionadas con el discurso de la historia y el modo en el que constituye sus fuentes. Pigafetta entrega en mano a Carlos V su diario de navegación, que se pierde luego entre los papeles del rey. Esto podría ser el producto de un infortunio casual, si no fuera que se agrega a la desaparición de casi todos los escritos de Magallanes; se han perdido su cuaderno de bitácora, sus notas personales y cartas, no existen testimonios suyos con la excepción de algún fragmento que quedó a bordo de una de las naves capturadas por los portugueses; también se extravió la Relación de Juan Sebastián el Cano y el diario que el cosmógrafo Andrés de San Martín llevó hasta su muerte en las Filipinas. Antes de 1524, año en que deja de haber constancias de su vida, Pigafetta escribe un relato del viaje que hace circular entre varios poderosos señores en España, Portugal y el Vaticano, del que sólo se conservan copias, traducciones y adaptaciones, puesto que el original no ha sido hallado. Pedro Mártyr de Anglería, autor de la primera historia de América, es el prototipo del intelectual cortesano que produce su discurso en íntima vinculación con el poder, por lo tanto su versión bien podría ser considerada en sintonía con los intereses de la corona española. La escritura de Maluco evoca, asimismo, algunos de los rasgos distintivos de buena parte de los textos que constituyen el corpus que reconocemos como las Crónicas de Indias. Del mismo modo que en Los Diarios de Cristóbal Colón, Las cartas de relación de Hernán Cortés e Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, Juanillo, quien reiteradamente llama “crónica” a su relato, informa al rey sobre los acontecimientos ocurridos en América con el objetivo de reclamar un reconocimiento moral y una reparación material por sus empresas. Los autores de las Crónicas de Indias habían contraído la obligación por orden y mandato de la Alteza Imperial de hacer informes de los sucesos en los que participaban, tal como lo hace explícitamente la carta que los reyes le envían a Colón dándole instrucciones para su cuarto viaje: ...facer memoria de todas las dichas islas, y de la gente que en ellas hay y de la calidad que son, para que de todo nos traigas entera relación.4 Es decir, estos textos tienen una finalidad unida por entero a la empresa de la que daban testimonio, incluso más allá del modo en que eran escritos, dicho esto en referencia a la prosa de Hernán Cortés que revela un saber que está muy por encima de su cometido original. La primera inscripción de estos textos fue dentro de la historiografía, pero esa pertenencia inicial se ha ido trastornando y las Crónicas de Indias son hoy leídas también desde el espacio literario como una de las manifestaciones primeras de su constitución en América Latina. Uno de los pasajes finales de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España reúne un conjunto de motivos que la escritura de Maluco retoma: ...y porque bastan los bienes que ya he propuesto que de nuestras heroicas conquistas han recrescido, quiero decir que miren las personas sabias y leídas esta mi relación desde el principio hasta el acabo, y verán que ningunas escrituras questén escritas en el mundo, ni en hechos hazañosos humanos, ha habido hombres que más reinos y señorías hayan ganado como nosotros, los verdaderos conquistadores para nuestro rey y señor; y entre los fuertes conquistadores mis compañeros, puesto que los hubo muy esforzados, a mí tenían en la cuenta dellos, y el más antiguo de todos, y digo otra vez que yo, yo y yo, dígolo tantas veces, que soy yo el más antiguo y lo he servido como muy buen soldado a Su Majestad, y diré con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, y una hija para casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar...5 La reivindicación de Averdadera historia@ de la crónica que se dirige al rey, implica la confrontación con otras versiones distintas de las de aquéllos que participaron de la ocupación de América; era tanto el reclamo de una reparación efectiva como el pedido de revisión del lugar que las historias oficiales le negaban. Además, como Lazarillo, Bernal se impone la doble exigencia de que su escritura debe narrar los sucesos y, a la vez, autolegitimarse. En el prólogo del Lazarillo de Tormes, del mismo modo que en el pasaje citado de Bernal, el yo se fragmenta en varias versiones de sí mismo, que despliegan una diversidad de instancias de reconocimiento6. Esto último revela la íntima relación entre un conjunto de textos en los que el narrador expone los avatares de su vida y de las circunstancias en las que había participado a partir del desarrollo de un dispositivo, en el que la autoridad de su voz, la elección de la perspectiva narrativa e incluso la concepción de la idea de representación, son las de la autobiografía sea esta histórica o literaria. En Maluco se rescribe esta problemática en un registro que hace indecidible la vacilación entre una poética para un texto imaginario y otra que se presenta como relato de sucesos que realmente acontecieron. La autobiografía presenta un núcleo básico de cuestiones que se articulan en torno al eje texto-mundo; la imposibilidad de definirla como género, la dificultad de distinguirla de la novela, provienen del error básico de considerar la autobiografía como el producto mimético de un referente; por el contrario, la escritura autobiográfica produce y determina la vida que repone. La especificidad de la autobiografía, aquellos rasgos distintivos que permiten distinguirla de otras modalidades narrativas, no radica en que produce saber sobre un sujeto que cuenta su vida, sino por una estructura especular en la que dos sujetos se reflejan mutuamente y se constituyen a través de esa reflexión mutua. Esa reflexión especular, por la que el “narrador” y el “personaje” de la autobiografía se recomponen, está sustentada por una estructura tropológica, y esa misma especularidad se encuentra en la lectura.7 La historia con la que confrontan Bernal Díaz del Castillo y Juanillo Ponce de León sólo refería los hechos políticos y militares notables, que además eran tales porque habían sido constituidos por la autoridad que les confirió ese estatuto, pero las Cartas de relación no pretenden transmitir saberes trascendentales a partir de los sucesos narrados, sino que su objetivo es dejar testimonio de los avatares y circunstancias en las que los protagonistas de las acciones tuvieron participación. Ese es el punto de contacto con la narrativa literaria de esa época; el relato minucioso de una vida en su devenir individual y social no se da escindido de la problemática que exige su puesta en relato; en las Crónicas de Indias y en las narraciones literarias subyace el mismo dispositivo retórico. Maluco retoma esa conjunción, ese parentesco y, asimismo, se coloca en confrontación con las retóricas de las historias. La novela de Baccino se extiende como una red nodal de significaciones en las que cada enlace no es un punto terminal sino un entrecruzamiento de otras relaciones; así la voz de Juanillo se trama con la de Lazarillo porque además de retomar motivos de la picaresca: En el año de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo de 1519, yo, Juanillo Ponce, natural de Bustillo del Páramo, en el reino de León, me vine con mi señor, el conde Don Juan, a su señorío en Monturque, vecino a Córdoba, la infiel. Y como quiso la suerte que aquel gran señor, el más generoso y amable de los amos, a quien Dios tenga en el Purgatorio, que la lujuria es un pecado menor, muriese a las pocas semanas [...]determiné venirme a Sevilla a ejercer mi oficio de truhán[...] instala al protagonista en una serie en la que, la cadena significante establece un campo que excede las resonancias fonéticas, las posibles recurrencias entre Juanillo Ponce de León y Lazarillo de Tormes, proliferan y se expanden hasta Francesillo de Zúñiga, personaje mencionado varias veces en el texto y con el que el narrador de Maluco comparte un conjunto de rasgos que los acercan. Francesillo fue el bufón preferido de Carlos V desde su llegada a España, en 1517, hasta que fuera asesinado por la mano de un cortesano ofendido por sus jaculatorias. Los dos eran judíos conversos, truhanes de oficio y deformes. Ambos componen crónicas en un registro que parodia el discurso de los historiadores cortesanos de aquel tiempo, plagados de retórica altisonante, disparatadas citas de la antigüedad clásica, inoportunas digresiones.8 Maluco se da a leer como la sucesión de dos cartas, disposición que expande una serie de tensiones inherentes a la textualidad epistolar. Este género, que exige de la distancia y de la ausencia para prosperar, escenifica un conjunto de rasgos constituyentes de la escritura. Una carta es básicamente un diálogo escrito con los restos del otro cuando está ausente, lo que significa imponer al otro la desaparición elocutoria -el silencio como metonimia de la muerte- para inscribirlo como destinatario y lector. La carta se dirige no sólo hacia lo que dice sino hacia otro relato, incluye la palabra del otro y “descubre” su cita en el vacío de la elipsis. La vacilación entre la voz que enuncia y la escucha que marca la letra, abre la posibilidad de reversiones constantes, en particular la que se produce a partir de la voluntad de incorporar la voz del otro para poder replicar y conjeturar una respuesta en una cadena que puede extenderse indefinidamente. La textura epistolar puede ser pensada como un monograma bivocal que problematiza la propiedad de la escritura: es imposible definir a quién pertenece la carta, si a aquél que la escribió, Juanillo Ponce de León, que dijo yo y citó al otro, Carlos V, o a éste que la ha recibido, leído y entregado para su revisión. En la escena que presenta la carta, el destinatario es aquél que se elige para mostrarse, es una escritura que se susurra, dicha en la cercanía del oído, es un texto que está cerrado para que sólo un “otro”, pero no cualquier otro, acceda a su sentido; la lectura no autorizada de una carta es una violación del pacto de lectura constitutivo del género. Pero en Maluco, el discurso epistolar se desplaza hacia los márgenes, vulnerando su propia caracterización, abriéndose a nuevos sentidos. La carta de Juanillo tiene un propósito que se impone al destinatario, pero es una carta que se desborda, que se contamina con la apertura a lo imaginario; el relato del derrotero de la flota de Magallanes, que se propone como prueba de su pedido, transgrede las condiciones de posibilidad del documento. Y, de este modo, al problematizar la idea de la escritura como aquello que fija y confirma una verdad avalada por los hechos, arrastra a los márgenes y descentra los campos de lo histórico, lo literario y las relaciones de poder, las leyes del género, que sostienen la delimitación. [...]Vos, cristiano viejo, hijo de y nieto de reyes, corpulento y apuesto, plaga y azote de los señores levantiscos, y César, Emperador y Rey de Reyes[...] Juanillo dirige su discurso a un rex et augur, sobre ese lector- narratario pesa el más alto de los significantes, es un Otro que debe ser escrito siempre con mayúsculas, pertenece al linaje de César. Pero, cómo narrarle algo al César. Cómo sostener la relación de la aventura magallánica ante el significante supremo, ante el “Señor de todo el mundo”, ante “Su Alteza Imperial”. Podemos conjeturar que en un difundido pasaje de la Biblia hay una sugerencia emblemática: Dice Jesús: AMostradme la moneda del tributo@.@Ellos le presentaron un denario. Y él les dice: APues lo del César devolvédselo al César[...]@ (MT 22 19-21) Es decir, retornar al César su imagen y su inscripción. Si apelamos a la comparación del lenguaje con una moneda que Jacques Lacan toma de Mallarmé en el Discurso de Roma, se puede afirmar que la única forma de dirigir la palabra ante el altísimo lugar del rey es devolviéndole su propia moneda; dice Juanillo: Ésa sería, Alteza, nuestra moneda corriente en las tierras por descubrir, y en ella, su imagen y su inscripción, sobre las cuales, y por el mismo gesto que implica su devolución, se opera una re-inscripción, porque el denario del tributo lleva la traza de todo el desdén y la ironía hacia el Rey de Reyes. Qué moneda tiene el bufón-truhán, Juanillo Ponce, para devolverle a “Su Majestad Cesárea”. Le entrega a cambio los procedimientos narrativos del mismísimo discurso histórico del César, pero reinscritos ahora a partir de otro procedimiento, el paródico. Esta metáfora basta para recordarnos que la palabra, aún en el extremo de su desgaste, conserva su valor de tésera. Cuando no comunica nada, el discurso representa la existencia de la comunicación; incluso cuando está destinada a engañar, especula sobre la fe del testimonio.9 En la ACampaña contra Vercingéntorix@, que ocupa el libro séptimo de los Comentarios sobre las guerras de las Galias de Julio César dice: Sosegada ya la Galia, César, conforme con su resolución, parte para Italia para presidir las juntas[...] Dada esta sentencia y exhortando César a los eduos a que dejando las contiendas y disenciones sirviesen a la guerra presente[...] Supremo deslizamiento de la enunciación hacia el enunciado, la relación que el César nos entrega, lo fija para siempre en esta esplendente tercera persona, que no se sitúa en el discurso histórico sino para rodearse de una selección retórica de predicados, los sintagmas de jefatura10. También en Maluco, Juanillo le devuelve al César lo que es del César, le retorna su moneda y con ella su imagen y su (re)inscripción; en el curso de su narración prolifera el tipo de embrague propio del discurso de César, saturados del gesto paródico, entendido éste como función constructiva. El bufón con la aptitud propia de su oficio, habituado a las piruetas, introduce la narración en lo narrado, como por un golpe de timón, se desliza de la enunciación al enunciado bajo la cesárea forma de la tercera persona, articulando así la configuración del relato en diferentes planos: Ni el propio Juanillo, pese a sus muchas artes, pudo escapar a aquel trajín. Aprovechando su corta estatura y poco peso, le colocan en un frágil andamio y le cuelgan por fuera de la nave, justo a la altura de la línea de flotación. Juanillo siente el calor en la piel y sus músculos se aflojan, todo su cuerpo se ablanda, se entrega a la caricia del fuego y al recuerdo de otros fuegos muy lejanos. En esa comunicación diferida que es la carta a su majestad cesárea Carlos V, diferida no sólo en el tiempo sino además en la jerarquía, porque vale suponer por cuántos secretarios habrán de pasar las letras de un bufón antes de llegar a los dedos deformados por el reuma del emperador. En su escritura Juanillo Ponce le devuelve a Carlos V lo que es de él, su imagen, su propio él histórico reinscrito ahora desde el procedimiento literario de la parodia. No estamos confundiendo deliberadamente a Carlos V con Julio César, es decir un hombre con otro, puesto que desde el punto de vista del rey, el rey no es un hombre, es un sitio, el lugar donde la ley se deflexiona en su nombre. Si el rey entonces no es un hombre, habría que decir: porque no es más -nada menos- que el nombre del rey11. Por esa razón podemos restituir aquí a las llamadas Crónicas de Indias, en las que los cronistas pueden tomar la palabra para narrar porque lo hacen en nombre del rey y, en cierto modo, desde el sitio de altura en el que se localiza la ley. En su tensión dialógica, la palabra de estas crónicas incluye hasta tal punto la palabra del altísimo Otro bajo la forma de la aprobación o la denegación del otorgamiento o no de una pensión, o de un título de nobleza o cualquier otra cosa, que ésta funciona como todo un sistema de vigilancia sobre el relato. Así Pigafetta omite la mención de todos aquellos acontecimientos que puedan poner en cuestión la autoridad de Don Carlos, su palabra suprema; de este modo los incidentes que se vinculan con las sublevaciones, las deserciones, quedan reducidos apenas a escuetas menciones, cuando no son silenciados totalmente. De todas maneras, al comparar las fórmulas retóricas a las que apelan los narradores de las Crónicas de Indias con las del narrador-bufón de Maluco surgen algunos contrastes notables. Ante los sintagmas de jefatura, Juanillo opone s.intagmas de movimiento físico y, hasta fisiológico, de corporalidad, por una parte; por otra, los predicados que son propios del poeta-bufo: inventar historias, hacer trucos, bromas. En relación con el César esta diversidad implica una oposición: lo fijo alto confrontado con lo bajo móvil, y una restitución: la del cuerpo. Si desde el punto de vista del rey, el rey es un sitio fijo, desde el que se preside, exhorta, sentencia, es, por lo tanto, el pedestal inmóvil de la autoridad suprema, el del trono. Lugar éste simbólico, es el nombre del monarca, desde el punto de vista del rey, situado allá arriba; éste no tiene cuerpo, Incluso me he llegado a preguntar si vosotros cagáis, dice Juanillo y repone el cuerpo de Carlos V maltratado por las enfermedades; le devuelve la moneda marcada con la legalización impuesta con el tiempo común a todos los mortales divagando por sus entrañas. En cambio, un bufón no puede estar nunca ni ausente ni inmóvil. Yorick ya no hace reír a nadie. Cuando Juanillo se dice desde un “él”, los predicados con que se carga refieren su cuerpo, se solaza con el calor de una fogata, sus músculos se aflojan, una mañana lo cuelgan de un andamio bajo el vientre de la nave. A menudo, su voz se desplaza hacia el lugar gramatical del objeto o antepone un posesivo: Tu Juanillo observa. Todo gesto paródico implica un cambio de función, en el sentido de Tinianov, en la novela de Napoleón Baccino esto provoca un rebajamiento, en el sentido de Bajtín, un rebajamiento desde el sitio del él, desde la altura y la inmovilidad del César al movimiento y la fisiología del bufón, desde la potestad del mando supremo al del poeta, es decir, inventar canciones, inventar historias. La etimología del verbo invenire remite a encontrar, hallar, descubrir, enterarse de. Cuáles son las historias que encuentra Juanillo, cómo se las arregla para enterarse de ellas: ...pero Martín el Tonelero, que sabe muchas cosas, afirma que la sentina de la Concepción huele a orines de mujer. Es un olor inconfundible, dice. Pero no es posible saber qué hay de cierto en esas murmuraciones. Me ha dicho Filiberto el Marica, paje del capitán de la Victoria que el pecho de don Luis tiene una quilla como la de los pollos flacos y que, en la quietud de la noche, el ruido del aire llegando trabajosamente a sus pulmones, tiene el triste sonido del viento cuando azota las callejas del pueblo. Entonces comenzaba a relatar los sucesos de la jornada y se relajaba y volvía a ser, paso a paso, el Basco Gallego que todos conocíamos. Juanillo Ponce de León, converso e hijo de una prostituta, línea de filiación de la cual se entera de oídas: Un compañero de juegos me había dicho que mi madre era una puta, igual que el Buscón don Pablos de Quevedo, el narrador es un pícaro, amigo de las murmuraciones y de las historias que circulan más allá de todo documento autorizado. Tiene grandes orejas, es a partir de ellas que puede contarle al rey que sus altísimas disposiciones han sido violadas, que hay mujeres a bordo ha dicho Martín el Tonelero; que se avecina la traición de Enrique, el esclavo de Magallanes, Basco Gallego le ha contado bajo la sombra de un árbol; que parece evidente que don Luis no ha de resistir mucho tiempo más, le ha confiado Feliberto el Marica. Con estos relatos referidos por personajes que no están investidos de ninguna autoridad, Juanillo inserta en su relación acontecimientos de dudosa dignidad para la historia, esto es, para serles narrados al César. Esta re-inscripción paródica de un discurso en nombre del rey, esta moneda que se le devuelve al monarca con su imagen e inscripción rebajadas, desjerarquizadas, configuran la gestualidad paródica que atraviesa el texto todo. El deslizarse de la enunciación al enunciado por debajo del vientre de la nave, o entregar al rey el relato del Marica o del Tonelero, problematizan las certezas de la noción de “hecho histórico”. Porque, al fin y al cabo, qué es digno de ser anotado es la pregunta que el narrador-bufón de Maluco no deja de hacerse y, si bien refiere la circunnavegación del globo, su relación se opone del todo a una historia global -en términos de Michel Foucault, la que articula todos los sucesos en torno a un centro único e inmóvil-, se despliega, por el contrario, en el espacio dinámico de la dispersión. La carta que Juanillo envía a Carlos V con la crónica del viaje, construye una verdad Otra no sólo por aquéllo que dice, sino porque sus procedimientos, el modo en el que desnuda la propia mecánica de construcción, son opuestos a los que se supondría consensuadamente para un discurso que apunta a la constatación de una verdad. Incluso expone la idea de que su narración oculta a menudo lo esencial y que es complaciente en su escamoteo de desaparecer tras la máscara de las palabras. La palabra de Juanillo construye un espacio en el que se ponen en riesgo la idea de la escritura como fijación de sentido, desbaratando las oposiciones dicotómicas tales como verdad o ficción, documento o imaginación. Cuestión que está íntimamente vinculada con la elección de Carlos V como interlocutor. La apelación al “tú” como recurso de construcción de un destinatario indisolublemente ligado a las marcas de autorreferencialidad, instaura las relaciones densas y ambiguas que le otorgan la identidad no sólo a quien ha escrito, sino a quien lee. Las dos cartas que conforman la novela tienen un mismo destinatario, un mismo lector que abre el juego a un tercer interlocutor que, sin embargo, nunca ejerce -sino a partir de la elipsis- el acto de escritura. Y, en esta dirección, la circunstancia de que Carlos V sea el único que no escribe, pone en evidencia un tratamiento privilegiado de la lectura como desciframiento. El silencio, que se tiende entre las dos cartas, la cesura, es un componente del diálogo. Carlos V es quien hace pública la carta de Juanillo, pero no habla y por esto mismo es un elemento fundamental del campo de poderes, construido en relación con los criterios de la escritura puestos en juego por las cartas del bufón y de Sepúlveda. En Maluco la escritura es una presencia que actualiza algo que está ausente, que encuentra su entidad significativa al ser dicho. La política del texto concibe al lenguaje como una manera de existencia; pero al mismo tiempo, este movimiento no supone una confianza ilimitada con respecto al lenguaje mismo. El relato de algo es una actualización, pero la palabra de Juanillo exhibe el simulacro que presupone el relatar, los intersticios por los que se diluye toda presuposición de una única verdad, porque ha fijado, porque ha documentado y exhibe la materialidad de la letra refrendada por la autoridad del interlocutor; Juanillo se propone jugar ese juego porque necesita ser reconocido por los poderes que validan toda legalidad. Pero el discurso desbordado de Juanillo pone en tensión los límites y las seguridades de esos poderes, de esos sistemas de vigilancia. Un amo y su esclavo, un monarca y un bufón, un filósofo y un necio, aun si los detalles de los papeles cambian con la época y el medio social, la configuración subyacente parece seguir siendo la misma. En Maluco el gesto paródico atraviesa la palabra de Juanillo cuando la orienta hacia Carlos V, pero cambia cuando se dirige hacia Magallanes, estableciendo un enfrentamiento notable de diferentes enunciaciones, cada una exhibe una perspectiva que sirve de relieve a la otra; la voz de Juanillo corroe, rebaja, invierte el sitio del rey y, correlativamente, se trastorna cuando constituye a Magallanes como el héroe: Primero, y recortándose contra el cielo blanco, se distingue a don Hernando, igual a un dios. Sus armas que reverberan y la capa de terciopelo verde que cubre sus espaldas y las ancas de su cabalgadura le dan un aspecto sobrenatural, inhumano. Como protagonista de una empresa épica aparece como superior a los otros personajes, su dimensión emerge realzada en Maluco porque supera con valor y sagacidad a todos sus antagonistas; cuando cae vencido es por producto de su pasión y no por las cualidades de sus enemigos y, quien culmina su hazaña, Sebastián El Cano, es un villano menor, sin estatura y siempre agazapado a su sombra. El gesto paródico se inscribe como la articulación de una síntesis, de la frotación de un texto parodiado ausente y marcado en el texto parodiante presente; este desdoblamiento textual alude a una diferencia, la parodia es una desviación que supone el trastorno de jerarquías, la diferencia aludida es la que resulta de la inversión de una imposición violenta. La inversión paródica en la novela de Baccino prolifera por un conjunto de resonancias que diseminan otros modos de la inversión que tienen al espejo como modelo. Antes de comenzar el relato del viaje, Juanillo hace una breve introducción en la que se presenta y expone al rey el motivo de su carta; solicita que le sea restituida una pensión que le fuera quitada. Como cierre de la misma aparecen en la página tres asteriscos, seguidos de un espacio en blanco. Los tres asteriscos vuelven a aparecer con frecuencia en el curso de la novela siempre con la misma función, anunciar un corte, una interrupción, pero el espacio en blanco en el interior de un capítulo recién reaparece cuando finaliza el relato del viaje. En la página siguiente, Juanillo exhorta nuevamente al rey para que recuerde su pedido, se despide y finaliza la carta. Esos dos espacios en blanco parecen funcionar como un marco, como un paréntesis que bordea la narración. Apenas ha comenzado Juanillo a relatar la partida de las naves desde Sevilla dice: Por un instante todo pareció detenerse. El río dejó de correr. El sol de subir en el cielo. Las nubes de pasar. Con las mismas frases, aunque con un agregado, termina su historia: Entonces, por un instante, todo pareció detenerse, Alteza. El río dejó de correr. El sol de subir en el cielo. Las nubes de pasar. El final de la crónica se presenta como una imagen especular del principio, pero la presencia de Su Alteza supone un suplemento peligroso, completa la repetición, la invierte efectivamente; cuando la historia finaliza, Carlos V está implicado; la historia no sólo le pertenece porque la ha escuchado, sino porque es su historia. Desde la antigüedad existe un género de textos escritos por filósofos y hombres de estado como guía para la educación de príncipes. A Nicocles de Isócrates aparece como el primer antecedente de un género que se prolongó hasta fines del siglo XVII. En general son tratados ejemplarizantes y que combinan la instrucción política, ética y religiosa. En latín el nombre más corriente de este tipo de textos era speculum principis; en alemán Furtenspiegel; en español espejo de príncipes y en inglés the mirror of the prince. El término “espejo” en los títulos de estos textos es muy habitual pero también se encuentra “cristal” o “ideal” o “idea” del príncipe. Todas estas denominaciones están relacionadas con el proyecto que gira en torno a establecer una normativa de ideales de conducta, carácter y pensamiento. Este antiguo sentido de la “imagen del espejo” ha desaparecido prácticamente de nuestro lenguaje; en el siglo XVII, la noción de esa imagen especular era concebida como la del ideal o la del ejemplo, es decir, un reflejo que puede alcanzarse sólo mediante el arte y puede ser visto sólo por la visión interior. Una imagen cuyo origen no es y no puede ser corpóreo sino que es el reflejo de un ideal artístico, puesto que la figura del príncipe perfecto o ejemplar es una invención. Entendido de esta manera, el príncipe reflejado es una persona ideal, íntegra, cuya virtud intelectual, moral y política -cuyo carácter, en suma- es modelada por el arte de acuerdo con la doctrina divina y la sabiduría de los hombres de artes, letras y gobierno. El espejo del príncipe es el objeto de la imitación así como su producto, por tanto, el carácter del creador del ideal está siempre implicado en él. Como figura literaria el espejo es ambivalente, puede reflejar cualidades ideales de pensamiento y de conducta o puede revelar corrupciones que, al igual que las cualidades ejemplares, sólo pueden verse con los ojos del alma. A propósito de la problemática del retrato real la Tragedia del Rey Ricardo II de Shakespeare es un texto paradigmático acerca de la doble persona del rey. Ricardo II ha perdido sus atribuciones reales, toda la obra gira alrededor de una pregunta: si esa circunstancia significa también la pérdida de su carácter soberano; esta cuestión alcanza su punto culminante cuando el rey trata de cerciorarse de la intocable santidad de su persona escrutando su imagen en un espejo. Pero no hay teofanía, el espejo no refleja la excelsa cuasi celestial imagen del soberano, sino precisamente lo contrario, la del bufón. En otras palabras reproduce el desdeñable tipo del cuerpo natural y no el cuerpo bendito. La relación de Juanillo se detiene en la repetición especular del principio, se fija en el margen, descubre el ojo del narrador y su mirada. Todas las peripecias, los avatares están reunidos en el imposible lugar del lenguaje, que es el sitio en el que Juanillo crea la distancia a través de la mirada del otro y a su vez, esa mirada trae en un como si la condensación de lo disperso en una cifra emblemática, esa conjunción se reúne en la imagen agregada, yuxtapuesta del rey. El suplemento se añade, es un excedente, pero no se agrega más que para reemplazar, interviene o se insinúa en lugar de, en el final del relato, entonces, y sólo, entonces, puede completarse la figura del rey, ahora está en su sitio, el rey se ha quedado solo consigo mismo. La mirada de Juanillo sobre Carlos V es una mirada fragmentada, no lineal, compuesta de múltiples posiciones que asedian una totalidad imposible; esa mirada evidencia su condición novelesca, pero en un mismo movimiento se manifiesta como el fundamento de la proliferación de sentidos, es, de modo indecidible, la vía de indagación y lo indagado. Ese doble movimiento expone una de las cuestiones de mayor densidad en la novela, puesto que las posibilidades del sentido están sostenidas por la precaria arquitectura de lo dicho, la fragmentación caracteriza al texto como el espacio en que el decir nunca coincide con la certeza definitiva, pero el texto es, inevitablemente, el espacio en el que se muestra el acto de decir. La palabra de Juanillo, se disgrega entre varias posiciones, entre varias temporalidades, se disemina sin definir, sin instaurar nunca una clausura de la semiosis, necesita ese descentramiento para presentarse como la mirada que hace posible el relato. El ojo de Juanillo, ese ojo disgregado es el ojo de un descubridor, narra lo que ha desaparecido a los ojos de los otros discursos. De este modo, lo novelesco no consiste en hacer ver lo invisible sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo invisible. El ojo del narrador es un dispositivo que abarca el texto desde diversas posiciones narrativas, pero el texto mismo lo abarca a él en la presentación de espacios que le son negados. A diferencia de otras secuencias en las que Juanillo encarna su oficio de fabulador para distraer a la tripulación o para complacer a Magallanes con sus dotes imaginativas, evocando la familia del comandante, cuando éste le pide le cuente cómo va a ser la llegada de las naves a Sevilla, su voz narradora se instala en un registro kerigmático, su enunciación adopta el tono de un anuncio profético: Puedo ver al rey. Tiene la corona puesta y, sobre los hombros, la capa de armiño. Se ha deslizado desde la instancia de la narración al ámbito de lo narrado, su mirada parece poder describirlo todo. Ve a Carlos V, a la reina, al obispo de Burgos, a la multitud, a los fuegos artificiales, es una anticipación oracular, aunque atenuada tanto por la confesión de su especificidad, Ya sabes lo embustero que soy, como por la exhibición de sus condiciones de posibilidad de la competencia del narrador, Esta vez no es un juego, la veo sin proponérmelo, a pesar mío[...] Una mirada que debería poder ver todo, pero que manifiesta las limitaciones de su competencia: El rey se muestra tenso, la gran mandíbula proyectada hacia adelante. Está de pie y mira la cubierta. Como buscando algo o alguien. -)Me busca a mí? )Estoy yo allí? -No soy adivino. Además estoy cansado. Dejemos esto. -No te irás ahora. Dime qué ves. -Veo a don Carlos que da un paso al frente [...] Te ha visto sobre el castillo de popa. La mirada del narrador que dice su relato en el cruce entre la invención y el kérigma, cuando Magallanes demanda ser visto, muestra sus limitaciones, sólo el rey tiene poder para verlo llegar a tierra. Como cruce imposible de los lugares extremos en los que se coloca para narrar, desde la omnisciencia de quien puede imaginar a su arbitrio hasta la posición del testigo que sólo describe lo que ve, la escritura abre un lugar ciego, un punto al cual no tiene capacidad para contemplar, un punto al que sólo el rey puede ver. La llegada de Magallanes a Sevilla es inaccesible para Juanillo, es un punto de fuga en el que la mirada como posibilidad y como negación ocupan la misma espacialidad, revelan en su costado ciego: la mención de lugares en el que coinciden el sueño y la realidad, son lugares vedados al ojo del narrador, no es que haya omisión o ausencia, sino la huella de una imposibilidad. Lo novelesco dice en la letra la invisibilidad de lo invisible, es decir, no tiene pretensiones de totalidad, su discurso no tiene poder para ello, para decir todo se impone la exigencia de un discurso que pueda asumirse como legítimo y verdadero. La enunciación de tal discursividad sólo es posible desde el sitio del rey, o en todo caso, desde un sitio que el rey otorga. )La verdad? La verdad es algo en que sólo los tontos y los niños creen. Un espejismo tras el que corren algunos insensatos. La quimera de los débiles. Pero a un poderoso como tú, qué le importa la verdad. Si la mirada sobre la invención es la que exhibe el mayor grado de distancia entre el ojo y lo narrado, esa distancia se estrecha hasta casi desaparecer cuando la mirada es sobre sí misma. Carlos V recluido en el monasterio de Yuste, habiendo abdicado de todo su inmenso poder en las manos de su hijo Felipe II, solo y postrado, vive los últimos tramos de su vida: Todo le resulta extraño. Vagamente irreal. Como el olor a incienso que impregna la habitación. Como la música del órgano que crece desde la iglesia contigua. Que fluye desde el pasado. Entonces contempla su rostro en el pequeño óvalo. Antes de mirarse en el espejo para indagar la imagen reflejada, ha abandonado la lectura del manuscrito de Juanillo, gesto que había reprimido antes; el ojo que indaga su propio cuerpo es el ojo que ha dejado de leer, la puesta en abismo revela su punto de fuga, para que el rey se mire a sí mismo debe dejar de leer, pero su mirada sólo es posible en el relato; la imagen reflejada en el espejo oval es otro lugar ciego, en donde el rey se ve a sí mismo a través de otra mirada, la del narrador, la del bufón. La posibilidad que otorga el espejo es única; es decir, la repetición del objeto y su espacio; pero esta repetición no es tal, pues sólo hay un espejismo de duplicación, ya que no existe un segundo objeto igual. De este modo, la narración revela que en el espejo se ponen en juego dos tipos de ilusiones: la de la identidad y la de la visión de otro espacio. El ojo en el espejo está atrapado. No es la mirada imposibilitada, que de alguna manera supone posibilidad, sino más bien la no-mirada que cesa. Juanillo Ponce de León le ha devuelto a Carlos V su propio rostro pero con la reescritura de la parodia; los dos sujetos presentes en la relación especular se determinan reflexivamente, pero la imagen que ve el ojo atrapado en el espejo, ha sido desfigurada, ese ojo que se mira es un ojo marcado por la lectura de un texto que ha desmontado, que ha desbaratado la retórica de los discursos que constituían al rey en su sitio, su mirada se ve entonces despojada de tales figuras. La lectura del texto de Juanillo se le impone a Carlos V como el pago de la deuda por el no-reconocimiento por parte del otro, no me reconoces y, por lo tanto, me obligas a verme como soy para ti. Carlos V no ve la imagen del soberano porque Juanillo no le reconoce su entidad y, por lo tanto, ha sido descentrado por la palabra del bufón que lo ha invocado y arrastrado al interior de su narración para desdoblarlo. Maluco se compone de la adjunción de dos cartas; cuando finaliza la de Juanillo termina el relato, pero continúa la escritura, hay un apéndice de diez páginas en la que se incluye la respuesta de Juan Ginés de Sepúlveda a los requerimientos de Carlos V acerca de la veracidad de los dichos del bufón: A SU ALTEZA IMPERIAL CARLOS V, POR LA GRACIA DE DIOS REY DE CASTILLA, DE LEÓN, DE ARAGÓN, DE NAVARRA, DE GRANADA, DE JEREZ, DE GALICIA, DE VALENCIA, DE MALLORCA, DE LAS DOS SICILIAS, DE NÁPOLES, DE JERUSALEM, DE LAS INDIAS ORIENTALES Y OCCIDENTALES E DE MUCHOS REINOS MÁS. DE SU HUMILDE Y LEAL SERVIDOR, JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA Muy alto y poderoso señor: En respuesta a la suya de 20 de agosto, donde Su Majestad requiere mi modesta opinión acerca de varios asuntos relacionados con la primera expedición al Maluco o islas de la Especiería y, con la tranquilidad de haber hecho cuanto a mi alcance estaba por satisfacer de un modo honrado la sana curiosidad de tan glorioso Príncipe, digo:[...] Juan Ginés de Sepúlveda es el autor de Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, impreso por primera vez en Roma en 1550, en el que expone las razones que asisten a la corona española para llevar a cabo su empresa de conquista, ocupación y exterminio de los habitantes originales de América; para fundamentar su posición, identifica el Derecho Natural Humano con el Derecho de Gentes, es decir con aquellos preceptos que rigen las relaciones entre los pueblos, a excepción de aquellos tan bábaros que deben considerarse al margen de la humanidad. Su concepción fue tenazmente combatida por Fray Bartolomé de las Casas. Esta es la palabra que en Maluco enuncia los discursos que constituyen a Carlos V en el sitio del rey, la enumeración de títulos no supone diversidad sino que es cifra de la repetición de lo mismo; por el contrario, en la carta de Juanillo, el bufón se dirige hacia el rey llamándolo Vuestra Alteza, Su Majestad, Milord, Señor, Majestad Cesárea, Altísima Majestad, César, César Augusto, Señor del mundo todo, Don Carlos, Don Carlos-Carlitos. Su palabra despliega la diferencia que va de nombre a nombre porque su escritura no reconoce la unicidad y, por lo tanto, la insistencia recuenta la doble necesidad de intentar la inscripción del nombre único, en la instancia en la que el nombre único se pierde por causa del desconocimiento que obliga a la repetición de la diferencia. De dónde viene esa voz que ha desfigurado la imagen del rey, esa voz que le ha devuelto la moneda al César con el cuño traspasado por la parodia; esa voz viene de viajar en la nave de los locos, tal como el texto inquietante leído por Carlos V proclama en muchos pasajes del relato de Juanillo. Un viaje en una stultifera navis que ha transitado por territorios que sólo figuran en cartas marinas tan verdaderas como imaginarias. Carlos V ha emprendido la experiencia de enfrentarse con un texto anómalo para su canon, ha consentido en asomarse a una peligrosa relación en la que ha puesto en cuestión su identidad. Ha sido incluido en una navegación sin retorno junto con hombres infames cuyo punto más intenso, su vértigo en espiral, es la locura. Pero esos argonautas no son los locos que la razón designa y encierra, son ante todo aquéllos que han franqueado los márgenes del saber de una cultura y se han puesto a hablar de lo que nadie puede oír; Carlos V ha percibido durante su lectura una conmoción intensa por debajo de la historia, un murmullo obstinado que lo ha obligado a abandonar su lectura y buscar reconocerse a sí mismo en el espejo; pero el ojo que busca la imagen única, la que corresponde al sitio del rey ha sido desfigurado, esa desfiguración ha sido producto de una complicidad que no le es ajena, una complicidad tramada entre la letra de Juanillo y su mirada. El César ha leído como un lector literario, desde un lugar en el que el cuerpo no es una contingencia, ha leído una escritura describiéndose en sus trayectos, devolviéndose a sí misma en los ángulos y en los enroscamientos, nunca simplemente nombrando de una vez para siempre lo mismo; ha leído una escritura que disloca las seguras identidades, las arrastra en múltiples movimientos, les imprime un juego que se propaga a todos los sentidos del texto y los deporta con desfasajes, con desigualdades de desplazamiento, con retrasos o aceleraciones bruscas, con insistencias y elipsis, pero siempre inexorablemente sin clausura. El exceso de la palabra literaria le ha devuelto al rey varios tiempos y varias vidas, ahora como si fuera una araña perdida en un rincón lejano de su tela, tan perdida y apartada que la tela, de la que él fuera proclamado y ratificado como origen, ya le resulta irreconocible y él muy bien puede morir sin comprender acabadamente de lo que ha pasado. La respuesta de Sepúlveda es un minucioso recorrido por las fuentes históricas que dan cuenta del viaje de Magallanes. La escritura se manifiesta de acuerdo con los usos retóricos de la época, pero está atravesada por una intrincada red de falsas citas textuales, elisiones, anacronismos e inscripciones apócrifas. Hay un simulacro de cuidadoso relevamiento de bibliografía autorizada, que en muchos casos han sido trastornadas, ya sea en las fechas, puesto que al momento de escribir la respuesta a Carlos V, setiembre de 1558, resulta imposible consultar Historia natural y moral de las Indias de José Acosta, quien había nacido en 1540 y publicado su obra en 1590, o citar La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, que aparece en 1568. Ya sea porque cuando dice que el historiador portugués Barros en su Décadas III, lib. 5, caps. 7 y 8 afirma que Francisco Serrano murió emponzoñado en el Ternate, “el mismo día que Magallanes moría en Matán”, manipula el texto citado que, en cambio, dice “casi al mismo tiempo”.12 Tras dar cuenta de un conjunto de aseveraciones, cada una de ellas meticulosamente apoyadas en autoridades, Sepúlveda concluye: Que no obstante hacer notar a Su Alteza que tanto las fechas y los nombres, como el itinerario y la mayoría de los hechos que incluyen en su crónica, coinciden con lo que sabemos de la citada expedición; aunque bien pudo inventarlo todo basándose en alguna de esas crónicas o en el testimonio directo de algún sobreviviente que pudiera conocer. Más allá de la ironía que Napoleón Baccino disemina distorsionando los datos, a la manera de la bibliografía que incluye Borges al final de Historia Universal de la infamia, la carta de Sepúlveda es el espejo del príncipe, una escritura que pretende saturar la diferencia entre literalidad y referente, para consumar el dictamen de la verdad única. Pero el rey ha muerto, el espejo está vacío. La novela de Juanillo Ponce de León le ha devuelto su historia a Carlos V, lo ha inscripto en otra genealogía, le ha descubierto que el alto sitio del César es una invención imaginaria de discursos que ya no podrá volver a leer, se han vuelto tan invisibles como el vacío que refleja su espejo oval. Maluco es también una carta marina en la que la derrota de Carlos V va desde las majestuosas pinturas que cuelgan en su última estancia, las de la imagen que propalaba el unánime lugar real, hasta un inquietante retrato oval tallado en la labilidad de un espejo, que parece evocar ya no las nobles pinturas de un maestro veneciano que, como Apeles a Alejandro Magno lo había fijado en su grandeza, sino los tortuosos recovecos tramados por un truhán de origen desconocido en el bajo vientre de una nave. Un viaje desde la imagen de sí mismo que le devolvía Tiziano, a la que ha leído en la crónica de Juanillo. La invención literaria es una conjetura, una mirada sobre lo conocido, como si nunca antes lo hubiéramos visto. A Carlos V, dueño y señor de un imperio en que jamás se ocultaba el sol, la lectura le ha dado otra imagen de sí mismo, lo ha desposeído de la figura soberana que los espejos para príncipes habían construido para él; la palabra del bufón lo ha des-figurado. Buenos Aires, Coghlan, diciembre de 1999 1 Todas las citas de Maluco. La novela de los descubridores son de Plaza y Janés, Barcelona, 1997. 2 En las primeras ediciones de Maluco, el nombre del autor aparecía con su doble apellido, Napoleón Baccino Ponce de León, lo que era un guiño de complicidad con el lector, acaso de trazo demasiado grueso, que remitía al protagonista de la novela. 3Antonio Pigafetta, Primera Vuelta al mundo, traducción, edición y notas de Diego Bigongiari, Rosario, Ameghino, 1998. Pedro Mártyr de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1944. 4 Martín Fernández de Navarrete, Colección de Viajes y Descubrimientos que hicieron por Mar los Españoles (1825), tomo I, Buenos Aires, Guarania, 1945. 5 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Madrid, Espasa Calpe, 1968. 6 Veáse "Humanismo, Retórica y las crónicas de la conquista@ de Roberto González Echevarría en Historia y Ficción en la narrativa hispanoamericana, Caracas, Monte Avila, 1981. 7 Paul de Man, The Rhetoric of Romanticism, Nueva York, Columbia University Press, 1984. 8 Juan Menéndez Pidal, AEl bufón de Carlos V. D. Francesillo de Zúñiga. Cartas Inéditas@ en Revista de Archivos,Madrid, 1909. 9 Jacques Lacan, AFunción y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis@ en Escritos I, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971. 10 Roland Barthes, El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987. 11 Oscar Masotta. Introducción a la lectura de Jacques Lacan, Corregidor, Buenos Aires, 1981. 12 La mayoría de las fuentes historiográficas a las que ha recurrido Napoleón Baccino en la composición de este AApéndice@ están compiladas por Don Martín Fernández de Navarrete, ob. cit. Roberto Ferro
 
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